lunes, 11 de febrero de 2008

[Sin título]- II & III

[Combo doble porque el segundo capítulo es corto...esop. Enjoy]

II

Siempreverde, a mediados del siglo XX era un pueblo con trece mil trescientos cuarenta y cuatro habitantes según el último censo, finalizado el mes anterior, era una localidad de culto para pescadores, músicos y actores, pero desconocida para el resto del mundo. Era además un pueblo con una infraestructura atípica al típico pueblo español, consistente en divisiones cuadradas de los mismos tamaños ordenados en similar estilo. Su fundador, Zacarías, decidió cambiar esa “anticuada y mediocre forma de ordenar al pueblo” por una “que hiciera destacar a su pueblo, haciéndola famosa en el mundo entero”.

Su plan en un comienzo falló estrepitosamente, creyéndola una ciudad de sanguinarios moros en vez de pacíficos agricultores, pastores y pescadores, la gran cantidad de comercio español la marginó del resto. Mas, una vez que ya habían sido expulsados, lentamente el exterior fue descubriendo la villa que decenios más tarde sería testigo de una historia de amor que perdura hasta hoy. Una de sus habitantes era la familia Cerdeña, consistente en una pareja con una hija, llamaba Nadia.

- Hija, ven rápido a atender a los clientes – dijo Ágata llamando a su hija, una joven de 20 años.

- Ya mamá, voy enseguida – dijo Nadia, con voz de brisa veraniega - ¿Les puedo tomar la orden?

- B-b-bueno, quiero un café, por favor.

- Por supuesto, estoy para servirle – dijo con una sonrisa.

El cliente, un hombre con edad suficiente para tener mostacho poblado y canas a los lados, quedó embobado con aquella aparición, aquella mujer que se alejaba caminando con esas piernas de gacela: esbeltas, elegantes y fuertes. Su cuerpo podía ser comparado con un violín: curvilíneo y acicalado, con la dignidad y finura que los caracterizaba.

- Tome su café.

- Muchísimas gracias, señorita.

- No hay de qué.

Nadia andaba de buen ánimo ese día, sin saber por qué despertó con una sonrisa en el rostro, adornando su tez clara y cabello castaño claro, abrió los ojos, que contenían una mezcla entre cielo y mar, dando una sensación de armonía parsimoniosa y energía desbordante simultáneamente. Tenía la sensación de que algo bueno iba a pasar ese día.

III

“Bienvenido a Siempreverde” decía el cartel que había pasado hace 5 minutos, con un caminar lento pero seguro el joven arrastraba su abrigo desgarbado y sucio debido a las innumerables noches en la intemperie, los pocos que lo conocían poco sabían de él, salvo que era mudo, huérfano y siempre acarreaba un violín consigo, tan antiguo como el oficio más viejo de la historia y viéndose tan nuevo como el crío que corría allá, a lo lejos, en una plaza llena de palomas, niños y ancianos jugando ajedrez. Algunos le decían el Violinista Errante, puesto que al no quedarse en un pueblo por más de una semana había recorrido toda Europa con la misma expresión de nobleza y soledad en sus ojos.

- Anda buscando un hogar – dijo alguna vez una perspicaz hospedera que además de buena cocinera se decía que había heredado las habilidades de su abuela gitana de la clarividencia.

Él, inmutable, caminó hasta el centro de Siempreverde y se detuvo frente a un café, llamado “Café Embrujo”, estaba cansado y hambriento, entró al local.

Una campanita alertó a Nadia de que un nuevo cliente había llegado, vio a un joven quemado por el Sol y con el pelo negro como el carbón, andaba con un abrigo roto y remendado varias veces en varias partes, café de tanto polvo y barro acumulado, esto, junto a la expresión cansada del recién llegado la hicieron reaccionar pronto y con la misma sonrisa de esa mañana lo invitó a sentarse.

- Tome asiento, que se ve a simple vista que usted es un viajero cansado y hambriento.

Él asintió en silencio.

- ¿Qué desea? Tenemos café, chocolate caliente, tortillas…

Él señaló con el dedo las tostadas y el café de una señora en la mesa contigua. Nadia se extrañó por el estricto silencio con el que actuaba, pero los clientes son clientes y hay que tratarlos bien, dice su madre siempre. Le entregó su pedido y el comenzó a comer con el mismo silencio y lentitud que demostró desde que había llegado, con una delicadeza extrema como si estuviera en plena cirugía abierta al corazón. Nadia lo miraba desde lejos, con curiosidad, recién ahí se dio cuenta de que acarreaba consigo un estuche de violín, desgastado por todos esos años de peregrinaje. Ella cayó en la cuenta que tal vez era mudo, porque le vio una fea cicatriz en el cuello, se notaba a simple vista que nunca cicatrizó bien la herida. Sintió compasión.

- ¿Qué le pasó en el cuello?

Él la miró y sus ojos dijeron: “es una historia larga y antigua” o eso pudo interpretar de su mirada, con ojos café que parecían ser un pozo sin fondo, una puerta hacia su mente imposible de cruzar. Él bebió su último sorbo de café, sacó un par de monedas de su bolsillo y se las entregó.

- Tome, me dio de más – dijo extendiendo su mano abierta con un par de monedas de cobre.

Él tomó su mano y la cerró, ella se estremeció, esas manos cansadas la trataron con una delicadeza que no había sentido nunca, un suave calor recorrió su cuerpo. Se había ruborizado.

- Gracias por el café – le dijeron los ojos del Violinista, se paró, tomó su estuche y se dio vuelta para salir de la cafetería, con esa expresión inmune a todo, que captaban todo y no expresaban nada.

Nadia quedó mirando su mano, la sintió con sus dedos, aún sentía la suavidad del peregrino, escuchó la campanita que sonaba cada vez que se abría la puerta de vidrio y se sobresaltó, antes que el cliente saliera le preguntó su nombre.

- No tengo nombre – respondió secamente y salió del local.

Ella quedó ahí, ruborizada aún y con una curiosidad que le carcomía la mente. Su madre, detrás del contador, había presenciado todo.

1 comentario:

Mania dijo...

choooooooooooo
bien bien, quiero leer más ^^º