sábado, 10 de marzo de 2012

Antes que olvide que soy cobarde

Siento que me desgarro por dentro. Siento el fin. Todo se repite de nuevo: todas las palabras de dolor, la amargura de la nostalgia, sentir la vivencia incompleta, un amor pendiente, la pena de la soledad, el amargo vacío del desamor, el sabotaje propio, la victoria de mis propios tormentos, la cobardía y debilidad de mis virtudes, lo ilusorio y traicionero de mis esperanzas y sueños, la pesadilla aun no vivida, asumida ya como pasado y trauma.

Y quiero gritarle, quiero decirle, que me quiera un poco, que me acurruque un poco, que me dé confianza. Y no puedo. Tengo miedo.

He soñado con ese momento, he pensado ese escenario muchas más veces de las que quiero y no puedo imaginar algo distinto. Vería mi sufrimiento y mi pena, mi frustración; le diría que la quiero mucho, que la amo, que estoy cansado, que quiero que esté conmigo, que quiero seguir esperando, que se amarga el amor, que no sienta culpa, que es culpa mía, que nunca debió ser, que igual estaba condenado desde el principio, que la amaba mucho, que me diera una respuesta, que me diese seguridad. Y ella me encontraría la razón. Que pena más grande, que pesadilla mas tormentosa. Me pediría perdón muchas veces, se angustiaría, lloraría, lanzaría su dolor, vomitaría la culpa: que no, que me adora, pero que no sabe qué pasa con ella, que no puede no más, que me hace tanto daño y ella quería hacerme feliz, que es complicada, que no se atreve...

Y yo me iría muriendo por dentro, transformando mis pesadillas en realidad, sintiendo como se me parte el alma y me arrepentiría tanto, porque todo habría salido mal. Sentiría con amargo horror de lo que es pensar que sus palabras de cariño las sentiría vacías -no de contenido, sino de futuro-, que todos los besos serían de despedida, que todas sus caricias y abrazos sólo me prometerían el frío de la soledad, que su llanto sería de culpa por sentirse indigna, de no atreverse a estar conmigo por convencimiento de que me hace mal, de dejarme ir, ver cómo le causo sufrimiento, darme cuenta que no confío en ella.

Es de cobarde que soy. Nunca me reconocí valiente, pero la valentía no me da para ese sufrimiento, ese dolor de convencerse de que, tan malo fue quererla, que tengo que pagar con lágrimas el haber querido, el haberme sentido bien por quererla, el haber aceptado ser querido por ella. Porque no es pena del rechazo, del no sentir lo mismo, es algo peor: el no poder ser.

Tuve valentía para decirme a mí mismo y a ella que, sorprendentemente, quería estar con ella. Sabiendo bien que ella y yo tenemos nuestros propios problemas, problemas con las familias, somos un desastre como personas, la desconfianza inherente mía con el acecho del engaño de ella hacia mí (porque, yo sé que ella es capaz). Probablemente sería una relación muy difícil, potencialmente un fracaso. Pero igual quiero estar con ella, sé que no soy lo mejor para ella, pero aprendí que sólo seré lo mejor para ella estando con ella, pues necesito su guía, su cariño, sus reproches, sus penas y sus alegrías para ser completo, para ser mejor. Para poder vivir tranquilo conmigo mismo, porque reconocería en mí a un hombre que ama con todas sus fuerzas.

Y ahora, siento que pierdo todo eso. Y no le quiero decir, porque siempre estuvo más dispuesta a dejarme ir que a retenerme, que tomarme y halarme hacia ella. Y yo siempre logro destruir mis esperanzas y hacerme sentir miserable con extrema facilidad, y me cuesta tanto mantenerme contento o tranquilo.

Y soy un cobarde, porque siempre tuve miedo de amar, y ahora que amo tanto confirmo el terror, lo abrumador que es.

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